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miércoles, 26 de marzo de 2014



(Del libro de cuentos : De la luna y otros monstruos")


MEMORIA CERCADA

“…aunque haya tratado de encu-

brirlo, de callarlo, lo tengo presen-

te, tras de meses de un olvido que

no fue olvido, cuando volvía a en-

contrarme dentro de la tarde aque-

lla, me sacudia con un violencia para

barajar las imágenes, como el ni-

ño que ve enredarse varias ideas

al cuerpo de sus padres.”

El acoso. Alejo Carpentier.



         A veces pienso que, tal vez, en un descuido, he despertado en el cuerpo de otra persona, de alguna que bebió por descuido el agua poderosa de un río de laberintos y estoy atrapada allí.

         Una vez más encuentro a esa mujer a los pies de mi cama. Cansancio. Nuevamente amanezco en esta habitación sin cuadros ni mis viejos juguetes. Desesperación. Veo a mi alrededor y todo es tan neutro, tan aséptico, tan limpio de recuerdos…

          Más allá de la puerta se escuchan sonidos extraños, extiendo mi mano para aferrarme a la que ahuyenta al miedo, pero no ésta, no escucho a mamá en su jardín de flores, ni al gato que llora detrás de la ventana.

          Apenas se da cuenta esa mujer de blanco que me despierto viene a sonreírme al umbral de mis ojos. Llama a otras, enfermeras como ella. Comienza una rara agitación y cierta morbosa algarabía.

          A mi mitad de mis pensamientos se abalanzan sobre mi, médicos, técnicos y bioquímicos, pero nadie conocido. Parece que ellos son los que pueden sustraerme de mi mal, pero cada vez que vuelvo de la oscuridad les tengo más miedo. Casi no puedo moverme por los vendajes, y entre nubes calmantes me explican una y otra vez que no me mueva, que no trate de bajar de la cama, que no llore, que no extrañe y que recuerde.  Pero nadie me trae la tranquilidad de un rostro conocido,  nadie dice qué pasó.

         Vuelvo a dormir, es mejor, más suave. Pienso que tal vez puedo fingir que soy otra persona y me olvido de las ganas de llorar. Vuelvo a mi interior, baúl que es abismo de cobardías, que me atraen a su centro y me convierten una vez más en semilla.

          

          Desde que me parezco mas tiempo despierta no cesan de venir personas a alimentarme, a pasar su mano desconocida sobre mi cabeza. Me preguntan tantas cosas, entre otras por papá, insisten en conjurarlo, en descubrirlo escondido en mis dibujos o debajo de alguna lágrima. Jamás dejan de observarme. Pero el sueño me ayuda, me permite separarme de la otra orilla, él es mi escondite, es una zanja que me deja de mi lado y a ellos no les permite seguir persiguiéndome.

            También, al dormir, recuerdo el abrazo de canela y manzanas calientes que me devuelven el color, recobro esas manos confiables que me acariciaban el cabello y me tomaban para no caer, recuerdo donde yo era la misma y quienes estaban conmigo.

             Estas personas preguntan siempre por él, por un papá James Bond que yo no conocí. Debe ser el de otra. También les interesan cosas increíbles como el movimiento de cajas, los cuadros y los amigos, pero nadie pregunta por mí. Yo sólo soy el puente, soy las ruinas de la memoria de alguien que no conocí. A veces pienso que he despertado en el cuarto de otra… Ellos saben hostigar hasta con el silencio, con la tregua entre comillas.

             A papá lo recuerdo a partir de una tarde de domingo, de sus zapatos inmensos y acordonados y su pantalón-ratón bien planchado. Él caminaba de una habitación a la otra llevando cajas, trayendo basura, bajando polvo, levantando recuerdos. No se sabía muy bien si se quedaba o se marchaba. Había sido siempre así, ésta era la estadía más larga entre nosotras y ésta sería la que borrara las demás. Me pareció lógico el despliegue de tanto movimiento, como si fuera una herrumbrada maquinaria que se erigía y volvía lentamente a ponerse en funcionamiento. Yo lo observa ávida de sus gestos, de sus sonrisas, de su olor a desierto.

            Algunas veces, entre las cajas que estaba revolviendo encontraba objetos, o tarjetas amarillentas, con letras desteñidas, o viejos recortes de diarios donde aparecía con abundante barba, campera y boina, abrazado a otros que nunca vi. Leia las tarjetas o las viejas noticias con ojos de descubrimiento, a través del vidrio de las lágrimas que desesperadamente trataba de disimular con una sonrisa mal dibujada, cuando se encontraban sus apasionados ojos negros con mis ojitos atentos. Otras veces la bruma del tiempo parecía que se condensaba en el techo y le regalaba algún grato recuerdo que yo adivinaba por el jirón de alegría en su rostro tan igual al mío.

            Cuando mamá terminaba de arreglar sus plantas gigantes en el patio o en la galería se ponía a cantar a toda voz y papá la contemplaba como sumergido en la eternidad, para ser rescatado por un suspiro o por mis manos que tironeaba de su pantalón. Me gustaba verlo contemplar el pasado a través de la ventana y trataba de imitarlo porque creía que era un gesto tan profundo que nos uniría desafiando la arena del tiempo.

            Estos primeros recuerdos tan inmóviles me parecieron aceptables. Luego recobre los momentos que trabajaba hasta tarde en la biblioteca que ahora era salón de clases donde yo deseaba entrar con tanto anhelo. Me divertía mucho que papá se llevara mal con las viejas puertas de casa. Siempre tenía problemas en una casa donde acabamos de mudarnos. El tenía en la nuestra más de dos meses, pero el primero lo pasó encerrado en su dormitorio y en cama, recuperándose del hambre del sur y del asesinato de su amigo durante su mandato en la legislatura. Hablaba de cuando había sido profesor y de lo exigente que era, de otros países, de universidades, conferencias…de lucha, la caída y el dolor. Y luego volvía a perder su mirada que se colgaba de los recuerdos, suspiraba y se dormía. Ese no podía ser James Bond, era demasiado indefenso.

           Todo el tiempo yo estuve a los pies de su cama o a su costado en la sala, o frente a su escritorio, por si lo necesitaba, por si lo podía ayudar. No quería que le dijera: “papá”, sino Manolo.

           Yo tenía pocos años por entonces, pero lo sobresaliente es que además tenía poca altura, por lo cual todo se me volvía desmesurado. Los besos de mis tías, las porciones de torta, las distancias recorridas en contraposición con aquellas por recorrer, y por supuesto él, que iba y venía con su ceño fruncido.

           Papá era la única figura masculina de la familia y durante su ausencia siempre hablaba de él en ese tono sigiloso de las siestas de los domingos, como si con su nombre se conjugaran los fantasmas. Cuando estuvo en casa traté de seguirlo sin descanso, para aprendérmelo de memoria, y como a veces caminaba tan apresurado lo tomaba de una pierna, me abrazaba fuertemente con brazos y piernas y le sonreía, pero el trataba de desembarazarse de mi rápidamente, como si yo fuera un paquete oloroso, o un mueble en medio del camino, o esos sobres marrones sin remitente que recibía antes de su ausencia.

        Todos en la casa se maravillaban con mi poder de imitación, y decían que sin duda lo había heredado de él, por sus caracterizaciones teatrales, por sus grandes dotes histriónicas. Yo trataba de seducirlo con los personajes, versos y canciones que mi hermana me había enseñado con tanta alegría, pero él siempre estaba trabajando y se volvía cada día más huraño, distante, introvertido. Tenía pocos años sin embargo entendía que se me escapaba como arena entre los dedos.

        No me cansaba nunca de mirarlo y lo espiaba para tratar de descifrarlo, aún así había algo casi explicito que me hacia perdonárselo todo, hasta su fastidio.

        Así como yo siempre estaba esperándolo, a mi hermana tenia la incansable tarea de rescatarme de mis escondites y volverme a la rutina sin el. Me tomaba de la mano y me llevaba a otro lugar, hacia el otro lado de la frontera. Algunas veces somos nosotros, otras lo son los demás. El acosador no existe completo, estalla y se divide y prende y brota dentro de cada uno. Por amor, por odio, por historia, por venganza, por necesidad, por revancha.

       Pero en cuanto podíamos escabullirnos jugábamos con los sombreros y las prendas enormes de papá y mamá. Cuando papá nos descubría se alborotaba toda la casa, nos reprendía severamente, con voz de telenovela y nos hablaba de la segregación, del separatismo, de España, de una retahíla de cosas incomprensibles. Luego se ponía triste, abismado y nos sonreía casi exánime. Nosotras habíamos aprendido a callar lo que se debe y a sonreír a lo que se puede.

       Comencé a extrañarlo una tarde que mi madre y el habían discutido. Había un sobre marrón en el buzón. Mamá le decía a gritos que era una emboscada, que las negociaciones habían sido una farsa. Papá llegó a la noche cuando ya nos habíamos acostado a dormir, solo para darnos un beso en silencio. Al día siguiente no estuvo a cenar y su pantalón color ratón ya no estaba colgado del ropero.

       Mamá lloró como si estuviera de duelo y lo insultaba por las noches detrás de la puerta de su dormitorio. A la mañana sonreía cansadamente ante nuestros ojitos inquisidores. Le explicaba a mi hermana sobre las diferencias, sobre la discriminación, sobre la libertad y el sacrificio que significaba conseguirla, pero ya no entendía esas palabras, solo entendía el frío de su ausencia. Ya no lo esperaba, evitaba su lugar en la mesa y cambiábamos de lugar todos los muebles de la biblioteca que eran un conjuro para su fantasma.

      Mi hermana, que era muy terca, se quedaba sentada en el espacio entre la ventana y la reja de la calle, como nuestro viejo y gordo gato, solo para ser la primera que lo viera cuando decidiera volver.

     Yo lo esperaba en la biblioteca, tenia intacta la esperanza, pero fue gastándose el tiempo. En ese sitio aún encontraba la arena de sus recuerdos, la imagen de sus gestos y un poquito de olor desierto. Mucho transcurrió mientras lo esperábamos. Antes de dormir, mi hermana me escuchaba llorar bajo las sabanas y estiraba la mano desde su cama, yo la tomaba y era el mejor talismán contra el miedo y la soledad. Nos quedábamos dormidas así.

     La memoria destiñe con el tiempo y chorrea en el olvido algunos momentos importantes. Su imagen fue dibujándose y creía verlo en cada hombre delgado de pantalones gastados que se transitaba la vereda a la hora de la siesta, o en los rostros de los padres que a la salida del colegio se agolpaban esperando que salieran sus hijos para volver juntos a casa. Creí que lo encontraría olvidado en alguna fotografía que colgaba la pared, en el umbral de alguna puerta al doblar la esquina. Algunas veces pienso que tal vez he despertado en el cuerpo de otra persona.

     Una noche del fin del mundo me desperté sobresaltada por el llanto de mi hermana, los gritos de mamá y una puerta cerrada con furia que sonó como un disparo. Caminamos por el pasillo temeroso y en silencio, hasta llegar frente a la puerta de la cocina. Mi hermana llegaba a lastimarme la mano por la fuerza con que me sostenía. Yo temblaba de frío por el viento de junio que entraba por la ventana invernal y también temblaba de horror porque sabía que todo mi mundo estaba detrás de esa puerta, desmoronándose.

       La puerta de calle estaba abierta, había policías con uniforme por toda la casa, algunos más caminaban afuera. Las patrullas todavía tenían encendidas esas luces giratorias que convertían a mi casa en una película de los sábados. Nuestro gato ya no estaba en la ventana y la televisión seguía transmitiendo noticias que nadie escuchaba en medio de esta Niche absurda.

       A mamá la rodeaban varias personas, aun en bata sentada en la mesa de la cocina, lloraba desconsoladamente. Le preguntaban por los sobres marrones, por las grabaciones, si ella no sabia, o no pregunto, o no encontró nada. Que papá tenía una vida oculta, que era muy peligroso, que sus ideas violentas, que no lo encubriera. Mamá seguía derrumbándose inexorablemente, comenzó golpeando el puño sobre la mesa y lloraba con los dientes apretados. Luego se mecía encorvada en la silla y repetía cada vez con mas calma que no sabia nada. La calma se volvía densa. Fue transformándose bajo el peso de las preguntas, cada vez más hundida, hasta que calló totalmente.

       Las personas seguían caminando por la casa revisando el revés de los cuadros, en los cajones, en lo cajones, detrás de los libros, mas allá de las sombras. A veces pienso que desperté en el cuerpo de otra persona.

        Descubrí a mi hermana escondida debajo de una de las plantas de mamá y creí que lo que los policías buscaban con tanto fervor era a ella, a si que la tome rápidamente de la mano y corrimos hasta el patio de atrás que estaba protegido por la noche. Trepamos por la medianera y caímos en el patio de al lado. Pensamos que estaríamos a salvo y nos quedamos allí, acurrucadas una a la otra, presintiendo que habíamos traicionado a mamá.

       Poco a poco vino el silencio. Cuando creímos que ya no había nadie volvimos sigilosamente, entramos por la lavandería y nos quedamos allí naufragando en la oscuridad. Buscamos una vela para consolarnos con esa tenue luz y por fin nos dormimos vencidas por el llanto, tomadas de la mano, rescatándonos mutuamente.

      Desperté por el calor y la tos de mi hermana. Pude ver como las llamas bailaban entre los muebles felices del banquete. Era un gran espectáculo, aterrador, gigantesco. Casi sin aire y con ojos nublados de humo escuche las sirenas y vi llegar a los bomberos que nos encontraron enterradas en el incendio. Parece que el tiempo vuelve a comenzar su camino sin dejar vestigios de lo sucedido cada vez que recuerdo el final.

      Desde que permanezco mas tiempo despierta no cesan de venir personas a alimentarme, a pasar con su mano desconocida sobre mi cabeza. Me preguntan tantas cosas, entre otras por papá. Pero el sueño me ayuda, me permite separarme de la otra orilla, él es mi escondite, es una zanja que me deja de mi lado y a ellos no les permite seguir persiguiéndome, se pierden como las escaleras que terminan en la pared o están ancladas al techo. Sin embargo siempre dejo mi mano extendida bajo la sabana para negar la soledad.


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