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viernes, 15 de octubre de 2010

La Negra en fuga.


para Analía Garcetti


Cuando recuerdo mi infancia,  el primer testimonio de felicidad es la música robada.  El sol del verano no daba tregua a la hora de la siesta, ni debajo del parral, ni mojándose los pies por las acequias se sentía el fresco.  Nosotros salíamos a esa hora  a cazar lagartijas o a tirar piedras al agua de la hijuela, para no hacer bulla en la casa donde los adultos dormían la siesta.  Cuando la gente empezaba a transitar por la vereda, nos íbamos adentro a hacer las tareas de la escuela y al atardecer salíamos a dar vueltas en la bicicleta mientras mi mamá esperaba que volviera el viejo de trabajar.  Mientras papá  y mamá cenaban, nos dejaban dando vueltas en la bici por el barrio.
A esa hora indecisa entre la tarde y la noche, nos acercabamos a la panadería por la parte de atrás.  Estaba la Carmela.  Le decían “La Negra”, no era difícil adivinar porqué, al ver el color de sus brazos, de sus piernas, no se le ocurría a uno otra palabra.  (Aunque escuchábamos que los hombres grandes que reparaban en sus piernas duras y largas le decían otras cosas más, además de Negra).
Era difícil la vida de La Negra,  tenía muchos hermanos más chicos que ella y su papá, don Simón,  los hacía trabajar en la panadería a todos.  La Negra los organizaba muy bien, pero se veía que ella había nacido para otra cosa.  Tenían sólo un empleado, y en el ratito que esperaban a que llegara don Simón para trabajar, La Negra barría el patio, regaba, el empleado tocaba la guitarra adentro y ella afuera soñaba. 
Comenzaba con un murmullo que crecía lentamente, como el gorjeo de los pájaros a la mañana, como la levadura del pan.    Desde un rincón de la calle la espiábamos  callados, absortos.  Luego se iba enderezando y el canto se escuchaba mejor.  Le brillaban los dientes blancos mientras por la garganta salía una cascada de notas como agua clara.  A nosotros nos contagiaba la risa, la dulzura cuidada de su tonada.
Y después de unos minutos, cerrados los ojos, abierta el alma, se le fugaban las penas a La Negra enganchadas en las notas livianas.  Levantaba los brazos con las manos abiertas,  parecía una plegaria.  Esperaba que la guitarra le endulzara el oído  y desde allí comenzaba el descenso como si le secreteara a la parra.
La luz del atardecer se esfumaba,  pero sus voz redonda quedaba colgada de las ramas y nosotros pegábamos la vuelta en la bicicleta cuando oíamos que a gritos nos llamaban desde la casa. 
Era tan lindo espiar cuando la Negra se fugaba,  todo el camino pedaleábamos con el estómago lleno de música.